La idea se me ocurrió como un rayo, fulgurante del sitio donde se hallaba: en los limbos, la memoria del niño que fui. Mi mejor recuerdo gastronómico fue una frutilla en el huerto de mi padre. La jornada había sido calurosa, un verano. Las frutillas estaban impregnadas de ese calor que quema los frutos hasta el corazón, donde son tibios. Las hojas no bastaban para hacer una sombra que los protegiera lo suficiente. Desprendí una de ellas. Mi padre me invitó a pasarlas bajo el agua, según su expresión, para limpiarla y refrescarla. El chorro que bajaba de la canilla era glacial, ya que procedía de las fuentes que dormían bajo los jardines. Cuando me puse la frutilla en la boca, estaba fresca en su superficie y caliente en su alma, piel suave casi fría, carne temperada. Aplastada bajo mi paladar se convirtió en líquido que inundó mi lengua, mis mejillas, y luego descendió al fondo de mi garganta. Cerré los ojos. Mi padre estaba allí, a mi lado, trabajando la tierra, encorvado bajo los arrietes del huerto. Durante un instante -una eternidad-, yo fui esa frutilla, un puro y simple sabor derramado en el universo y contenido en mi piel de niño. Con su ala, la felicidad me había rozado antes de partir a otra parte. Desde entonces acecho el retorno de ese ángel hedonista cuyas plumas y hálito tanto amé. No cabe duda alguna de que lo busco con ardor y que él se evade, apareciendo cuando ya no lo espero, surgiendo cuando ya no tengo esperanzas de que vuelva. Mi Razón del gourmet es una elegía para él.
Michel Onfray. La razón del gourmet. 1995.